lunes, 8 de noviembre de 2010

Jacques-Yves Cousteau

Jacques-Yves Cousteau (Saint-André-de-Cubzac, 11 de junio de 1910 - París, 25 de junio de 1997) fue un oficial naval francés, explorador e investigador que estudió el mar y varias formas de vida conocidas en el agua. Cousteau inventó, junto con Émile Gagnan, el sistema de buceo autónomo conocido como Aqua-lung, que comprendía botellas de aire comprimido y un regulador de gases. Este sistema permitió la popularización del buceo autónomo como deporte, debido a que otorgaba al buzo independencia con la superficie, al no necesitar un tubo para el suministro de aire.
Jacques-Yves Cousteau también era un fotógrafo subacuático, y fue el primero en popularizar las videofilmaciones submarinas. Las filmaciones de sus exploraciones con el barco "Calypso" han sido emitidas por televisión durante años en todo el mundo.
Fue el precursor del buceo SCUBA y una de las primeras personas en defender el ambiente marino de la contaminación, apasionado por encontrar y describir todas las especies que habitan los mares del globo terráqueo.
La popularidad de Cousteau estaba decayendo. En octubre de 1960 una gran cantidad de desperdicios radioactivos iban a ser descargados en el mar por la Comunidad Europea de la Energía Atómica. Cousteau organizó una campaña publicitaria con la cual ganó amplio apoyo popular de la gente de ese entonces. El tren que llevaba los desperdicios fue detenido por mujeres y niños sentados en las líneas del tren y fue enviado de vuelta a su lugar de origen. En noviembre de 1960, en Mónaco, una visita oficial del presidente francés Charles de Gaulle se convirtió en un debate sobre los sucesos de octubre de ese mismo año y sobre los experimentos nucleares en general. El embajador francés ya le había sugerido al Príncipe Raniero que evitara el tema, pero supuestamente el presidente le pidió a Cousteau, en una forma amigable, ser más comprensivo con las investigaciones nucleares, a lo cual Cousteau supuestamente le respondió: "No señor, son sus investigaciones las que deben ser más comprensivas con nosotros".
En 1973, junto con sus dos hijos y Frederick Hyman, creó la Sociedad Cousteau para la protección de la vida oceánica, que ahora tiene más de 300.000 miembros.
En 1975, Cousteau descubrió los restos del naufragio del HMHS Britannic.
En 1977, junto con Sir Peter Scott, recibió el Premio Internacional sobre el Medio Ambiente, otorgado por las Naciones Unidas.
En 1985, se le concedió la Medalla Presidencial de la Libertad en los Estados Unidos, otorgada por Ronald Reagan.
En 1992, fue invitado a Río de Janeiro (Brasil), a la Conferencia Internacional de las Naciones Unidas por el Medio Ambiente y el Desarrollo, y desde entonces se convirtió en asesor para las Naciones Unidas y el Banco Mundial.

  • Se dice que Jacques-Yves Cousteau estuvo por la Región de Antofagasta de Chile explorando una laguna ubicada en el pueblo de Chiu Chiu llamada "Inka Coya", y que supuestamente no se le encontró fondo. Es un mito que nunca ha sido desmentido ni aceptado.
  • El 17 de noviembre de 2009, el gobierno federal mexicano cambió el nombre de la isla mexicana de Cerralvo, ubicada en el Mar de Cortés, a Jacques Cousteau, como un homenaje al oceanógrafo, quien pasó largas temporadas explorando ese mar, al que llamó "el acuario del mundo". Sin embargo, debido a la falta de consulta con la población del litoral, hay creciente oposición ciudadana y legislativa al cambio de nombre.[1] [2]
  • Su hijo Philippe Cousteau murió en 1979 a bordo de un PBY Catalina al estrellarse el aparato sobre el río Tajo, en Portugal.

sábado, 30 de octubre de 2010

**CAFE**

en una habitacion de cristal,sobre una cama de fuego, jugaban con las manos y el cuerpo, el tiempo parecia eterno, miradas sonrisas,amor y el beso sono,... todo callo,el reloj avanzo, la habitacion rudimento el cafe se identifico y desperto.

miércoles, 27 de octubre de 2010

MI FOTOGRAFIA.

para mi la vida es una sucesion de fotografias porque cada segundo es un momento unico eh irrepetible que quedara marcado en tu memoria como una fotografia y asi se va componiendo la vida por segundos como fotografias.
hay momentos en los que ves que cada fotografia se va repitiendo una y otra vez y te metes en un circulo vicioso donde solo ves las mimas fotografias con las mismas expresiones y eso es lo que debes evitar caer en lo que puede ser una rutina o un vicio de vivir lo mismo!!! cambiemos de escenario y de estilo para completar nuestro album de fothos con las mas bellas y variadas fotografias que hayas vivido y asi constribuir con tu historia a la humanidad de tu espiritud!!!

martes, 26 de octubre de 2010

JOHN SNOW Y SU ESTUDIO SOBRE EL COLERA.

Introducción
Si hubiese que enumerar algunas características de las personas que a lo largo de la historia han producido los más importantes conocimientos médicos, seguramente mencionaríamos su capacidad de observación, razonamiento lógico y una importante cuota de perseverancia. Durante su vida, John Snow encarnó fielmente todas estas virtudes. Cercano a cumplirse 150 años de su muerte, es recordado en el mundo entero por haber sido un destacado anestesiólogo más, sobre todo, por haber sido un brillante epidemiólogo, al punto de ser considerado el padre de la epidemiología moderna. El presente artículo trae a la memoria aspectos relevantes de su vida y de su vigente legado académico.
Orígenes y formación académica
John Snow nació en la ciudad de York, Inglaterra, hacia finales del invierno de 1813.
Fue el primogénito de Francis y William Snow, un matrimonio de clase media-baja. A la edad de 14 años, con la firme intención de ser médico, se convirtió en aprendiz de William Hardcastle, un cirujano-farmacéutico residente en Newcastle, iniciando así un estricto período de formación de cinco años. A los 17 años, el joven Snow tuvo contacto con la primera de una serie de epidemias de una mortífera enfer-V medad, el cólera, durante la cual I atendió a numerosos enfermos de la aldea minera de Killings-worth, experiencia que marcaría para siempre su trabajo como médico e investigador12.
Terminado su aprendizaje, en 1836 se trasladó a Londres y se matriculó en el Hunterian School of Medicine (f. 1769). Durante sus años como estudiante de medicina comenzó a mostrar un agudo sentido de observación, especialmente, en las guardias que realizaba en el Westminster Hospital. Alarmado por las enfermedades que afectaban a los estudiantes que practicaban autopsias en cadáveres, Snow diseñó una serie de experimentos que demostraron la toxicidad producida por la inhalación de vapor de arsénico, metaloide utilizado para la conservación de cadáveres.
En 1844, obtuvo su grado de Doctor en Medicina por la Universidad de Londres, estableciendo su consulta de cirujano y médico general en la céntrica zona londinense de Soho. Siempre atraído por la investigación, estudió intensamente la respiración y la asfixia, así como el comportamiento físico y químico de los gases, con especial énfasis en los gases anestésicos y su aplicación a mujeres durante el parto. Para aquel entonces, la administración de anestesia era bastante insegura debido al escaso conocimiento acerca de las propiedades farmacológicas de los gases y su errática administración. Snow diseñó un dispositivo de administración de éter y escribió una guía práctica para su uso, transformándose al poco tiempo en uno de los más prestigiosos anestesiólogos del Reino Unido. Entre sus pacientes más importantes figuró la Reina Victoria, a quien suministró analgesia con cloroformo durante el parto del príncipe Leopoldo (1853) y de la princesa Beatriz (1856). Sin embargo, no sería la anestesiología la disciplina que le daría un sitial en la historia de la medicina, sino más bien un área muy diferente, la epidemiología1.
Las epidemias de cólera y el surgimiento de su hipótesis
Durante el otoño de 1848, se produjo una segunda epidemia de cólera en Inglaterra, causando gran mortalidad. Para aquel entonces, no se conocía con certeza la etiología ni el modo de transmisión de esta enfermedad, enfrentándose dos corrientes teóricas. Por un lado estaban los "contagio-nistas", quienes sostenían que el cólera se adquiría por el contacto con el enfermo o con sus vestidos y pertenencias. En consecuencia, proponían medidas sanitarias drásticas como cuarentenas de buques, encierro de los enfermos en lazaretos y la quema de sus ropas y enceres. Por otro lado, estaban los que apoyaban la teoría "miasmática". Esta teoría postulaba que ciertas condiciones atmosféricas, en especial los vientos, transmitían de un lugar a otro los "miasmas": vapores tóxicos emitidos por materia en descomposición, los cuales "transportaban" de un lugar a otro el cólera. Snow no adhería a ninguna de estas teorías, en especial la teoría miasmática. Fiel conocedor del comportamiento físico y químico de los gases, argumentaba su desacuerdo señalando que si la teoría miasmática fuese correcta, los pacientes deberían presentar síntomas respiratorios producto de la inhalación de los "miasmas" y no el característico síndrome diarreico agudo presente en el cólera. Preocupado por la gran mortandad a consecuencia de esta devastadora enfermedad, decidió estudiar su comportamiento epidemiológico23.
Basándose en el registro de las defunciones por cólera ocurridas entre 1848-49, Snow observó que los distritos de la zona sur de Londres concentraban la mayor cantidad de casos en términos absolutos y daban cuenta de la más alta tasa de mortalidad, muy superior a la del resto de la ciudad (8,0 y 2,4 defunciones por 1.000 habitantes, respectivamente). De igual forma, observó que los habitantes de la zona sur de Londres obtenían agua para beber río abajo del Támesis, lugar donde las aguas estaban altamente contaminadas, a diferencia de los habitantes de las demás zonas de Londres, quienes la obtenían de sectores menos contaminados aguas arriba del mismo o de sus tributarios. Con estos antecedentes en mente, Snow postuló en 1849 una innovadora hipótesis, sosteniendo que el cólera se transmitía mediante la ingestión de una "materia mórbida" invisible al ojo humano, la cual debía actuar a nivel de los intestinos, produciendo un síndrome diarreico agudo con deshidrata-ción severa. Esta "materia mórbida" había de reproducirse y eliminarse a través de las deposiciones, las cuales, finalmente, terminaban en aguas del Támesis. La gente, al beber el agua contaminada extraída del río, ingería la "materia mórbida", cerrando así un círculo de contagio. Snow publicó su hipótesis en un artículo titulado "On the Mode of Communication of Cholera" (1849), sin embargo, su teoría no tuvo aceptación entre sus colegas, por el contrario, fue duramente criticado en diversas oportunidades. La comunidad médica mantenía firme sus creencias, especialmente la relacionada con la teoría miasmática145.
Un experimento natural a gran escala
En los años 1853 y 1854, Londres enfrentó una tercera epidemia de cólera. Para aquel entonces, los habitantes de ciertos distritos del sur de la ciudad extraían el agua directamente de pequeños afluentes del río Támesis o bien la obtenían a partir de numerosas bombas de agua de uso público, abastecidas por dos compañías, Southwark and Vauxhall Water Company y Lambeth Water Company. Por su parte, los desechos humanos eran vertidos en improvisadas alcantarillas o directamente al río, en una época de escasa noción de higiene ambiental. Durante la epidemia de cólera de 1848^-9, ambas compañías extraían el agua de sectores contaminados del Támesis, presentando similar número de muertes los distritos abastecidos por una y otra compañía. En 1853, Lambeth Water Company había trasladado sus instalaciones río arriba, hacia un lugar de aguas impolutas, mientras que Southwark and Vauxhall Water Company mantuvo sus instalaciones en su lugar original. Al tomar conocimiento de este traslado, Snow se dio cuenta de que estaba frente a un experimento natural a través del cual podría demostrar su hipótesis. La Tabla 1 resume los resultados de su investigación (publicada en 1855), en la cual demostró que la tasa de mortalidad por cólera en hogares abastecidos por Southwark and Vauxhall Water Company era 8,5 veces mayor a la de hogares abastecidos por Lambeth Water Company (Tabla 1). Mientras realizaba su investigación, Snow debió interrumpir transitoriamente sus quehaceres debido a un brote epidémico ocurrido cerca de su lugar de trabajo, el cual se transformaría en la oportunidad de agregar un sustrato empírico de su teoría25.

La bomba de agua de Broad Street
A principios de septiembre de 1854, un pequeño sector de Londres llamado Golden Square fue escenario de un brote epidémico de cólera de inusual intensidad, costando la vida a cerca de 500 personas en tan sólo 10 días. Como vecino del área, Snow sabía que la mayoría de los residentes del sector extraían el agua a partir de una bomba de uso público ubicada en Broad Street. Fiel a su hipótesis inicial, Snow planteó que el severo brote de cólera en Golden Square se debía a la ingestión de aguas contaminadas provenientes de esta bomba y se propuso, firmemente, demostrarlo. Para ello, tomó muestras de agua de la bomba de Broad Street y de otras cuatro bombas aledañas, comparando su aspecto macroscópico y microscópico. Encontró que el agua de la bomba de Broad Street tenía un aspecto más claro que las demás, sin embargo, vecinos del sector le informaron que el día anterior, sus aguas habían presentado un mal olor. Intrigado, registró los nombres y direcciones de 83 personas fallecidas en el área a causa del cólera, basándose en sus certificados de defunción y visitó algunas de sus casas, preguntando a sus moradores por la proveniencia del agua que habían bebido. Prontamente, confirmó que la mayoría de los moradores se abastecían de agua extraída de la bomba de Broad Street. Calculó la distancia entre la residencia de cada difunto y la bomba de agua más cercana, observando que en 73 de 83 casos era la bomba de Broad Street y que 61 de 83 difuntos bebían de sus aguas contaminadas en forma constante u ocasional. Entusiasmado por los hallazgos de su investigación, presentó los resultados ante la autoridad sanitaria local, quien decidió inhabilitar la bomba de Broad Street mediante la remoción de su palanca. La inhabilitación de la bomba de agua fue una medida altamente impopular entre los habitantes del sector, quienes no comprendían el sentido de la misma. Si la incidencia de casos de cólera disminuía, su teoría quedaría finalmente demostrada
Su rigor como investigador le hizo darse cuenta que aún faltaban algunas piezas para completar este verdadero rompecabezas epidemiológico. En su planteamiento, no hacía juicio la ausencia de muertes entre los trabajadores de Lion Brewery -una cervecería aledaña a la bomba de agua- al igual que el escaso número de defunciones ocurrido en una hospedería para gente pobre, también cercana a la fuente y en la que solamente fallecieron cinco de sus 500 huéspedes. Snow averiguó que los trabajadores de la cervecería, temerosos de beber del agua de la bomba, únicamente bebían cerveza. De igual forma, la hospedería contaba con un arroyo privado para el suministro de agua potable, no necesitando del agua de la bomba. Finalmente, Snow logró recabar antecedentes de algunas personas que abandonaron el sector al inicio de la epidemia y que posteriormente fallecieron en otros puntos de la ciudad libres de cólera, demostrando que habían bebido agua extraída de la bomba de Broad Street días antes de morir. Todas las piezas del rompecabezas estaban en su lugar. Para ilustrar sus hallazgos, Snow confeccionó un mapa del sector, en el cual marcó los puntos correspondientes a defunciones por cólera y las distintas bombas de agua potable existentes, demostrando gráficamente la relación espacial entre las muertes por cólera y la bomba de Broad Street (Figura 1). Finalmente, el estudio de la bomba in situ demostró que 20 pies bajo tierra, una tubería de alcantarillado pasaba a escasa distancia de la fuente de agua de la bomba, existiendo filtraciones entre ambos cursos de agua. Las denuncias de mal olor del agua emitidas por los vecinos tenían ahora una explicación lógica.

Figura 1. Mapa confeccionado por John Snow de las muertes por cólera ocurridas en el área de Broad Street8. La bomba de agua (pump) se ubica en la intersección de Broad y Cambridge Street. Las barras negras corresponden a muertes. Se observan también la cervecería (Brewery) y la hospedería (Work House).
* La fuente de este material, Wikiped¡a, explícita que el material es de dominio público tras la muerte de su autor.
Figura 2.
Tras la inhabilitación de la polémica bomba, se observó una reducción en la incidencia y mortalidad por cólera, sin embargo, esto no fue suficiente para controlar el brote epidémico. Lamentablemente, la incredulidad de las autoridades sanitarias -quienes apoyaban la teoría miasmática- y la presión popular fue más fuerte, habilitándose nuevamente su uso. Snow intentó hasta su muerte en 1858 convencer a la comunidad médica que el cólera se transmitía mediante la ingestión de una "materia mórbida" presente en las aguas contaminadas del río Támesis, pero sus esfuerzos fueron infructuosos. Su teoría debió esperar la cuarta epidemia de cólera de Londres, ocurrida en 1866, para ser finalmente aceptada. Al poco tiempo, experimentos realizados por Louis Pasteur demostraron que son microorganismos presentes en el ambiente (y no "miasmas") los causantes de las enfermedades transmisibles. Casi tres décadas después de la muerte de Snow, Robert Koch aisló y cultivó el Vibrio cholerae, la "materia mórbida" a la cual recurrentemente se refería Snow, dándole total crédito a su hipótesis. Estudios contemporáneos en los que se aplicaron técnicas de regresión logística a los datos registrados en 1853 demostraron que el planteamiento de Snow siempre estuvo en lo cierto124"6.
El padre de la epidemiología moderna
En Londres, hoy en día es posible encontrar una réplica de la bomba de agua de Broad Street (actualmente Broadwick Street). Cercano a ella se ubica el John Snow Pub, cuyo nombre recuerda a este médico, anestesiólogo y epidemiólogo, paradojal-mente abstemio. Anualmente, la John Snow Society1 rinde un homenaje a su persona, retirando y reposicionando la palanca de la bomba de agua, como una forma de recordar los múltiples desafíos que enfrenta continuamente la Salud Pública alrededor del mundo. Sin disponer de un cuerpo de conocimientos microbiológicos y epidemiológicos como el existente hoy en día, Snow apeló a sus mejores virtudes -un agudo sentido de observación, razonamiento lógico y perseverancia- para caracterizar un problema de salud, desafiando a la comunidad médica y a la autoridad sanitaria, pensando únicamente en el bienestar de la comunidad. Con justa razón John Snow es considerado el padre de la epidemiología moderna, ejemplo del espíritu que todo médico investigador debe poseer.

jueves, 21 de octubre de 2010

RAYO DE LUNA

Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.
Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato. 

Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.
Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.
-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su madre.
-No sabemos -respondían sus servidores:- acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes.
Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.
Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.
Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.
En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba:
-Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?...
Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza.
Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río.
En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus muros, aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas.
En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en dos trozos de fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente.
Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.
La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.
En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.
-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!..., ¡a estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.
Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.
-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie!
-¡Ah!, por aquí, por aquí va -exclamó entonces-. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos; -y corría y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía. -Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra vez;- creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado... ¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera... Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus propios pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!
Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.
Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio.
-Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto -exclamó trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.
Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.
Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.
La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.
En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.
Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.
Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura.
Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro; ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.
Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas, corriendo al azar de un sitio a otro.
Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente.
-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio... por el postigo de San Saturio se viene a este barrio... en este barrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.
En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento.
Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.
Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.
-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal -ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:
-En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.
-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija, o su hermana; o su esposa, o lo que sea?
-No tiene ninguna mujer consigo.
-¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?
-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.
Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.
-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir... pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras... ¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso... pero aún sin saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa... yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.
¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente; y sus cabellos negros, muy negros y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros... no me engaño, no; eran negros.
¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta... porque... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito! ¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música.
Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu humano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?
Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche?
Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses, durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atravesar absorto en estas ideas el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.
La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.
Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.
Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.
Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.
Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una carcajada sonora, estridente, horrible.
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.
Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre, ni a los consuelos de sus servidores.
-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla;- ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que amándote pueda hacerte feliz?
-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven.

-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos;- os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.
-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.
-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?
-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial-; no quiero nada... es decir, sí quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas... mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna.
Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio. 

BECQUER

martes, 19 de octubre de 2010

1872- EL EXTRAÑO CASO DEL BERGANTIN MARY CELESTE

Corria el año 1872 cuando la tripulación del bergantín "Dei Gratia" contemplaba el aparentemente errático rumbo de un velero desconocido al que se aproximaban desde hacía horas. Algo no parecía ir bien en ese barco, un viejo velero de dos mástiles. Se trataba de otro bergantín, bien aparejado pero que en esos momentos solo mantenía dos velas desplegadas; el resto habían sido recogidas o se encontraban totalmente desgarradas. El buque daba bandazos a un lado u otro como si nadie gobernara el timón. Los tripulantes del "Dei Gratia" no tardaron en comprobar, asombrados, que no se veía ningún rastro de la tripulación, o el pasaje, en la cubierta del barco desconocido. Nadie contestó a sus señales: aparentemente estaba desierto. Finalmente pudiero leer el nombre pintado en la popa: "Mary Celeste", Nueva York.

El Mary Celeste había partido de Nueva York en noviembre de 1872 con rumbo a Génova portando una carga de unos 1700 barriles de alcohol. La tripulación estaba formada por 9 marinos incluyendo al capitán Benjamin Spooner Briggs. A bordo viajaban tambien la esposa e hija del capitán.

Las anotaciones en el cuaderno de bitácora transcurren con perfecta normalidad hasta el día 25 de noviembre, momento en el que cesan por completo. En ningún punto quedan registrados hechos fuera de lo común. No había constancia de descontentos entre la marinería, de desperfectos, de tormentas de consideración, nada... Todo normal.

Cuando desde el Dei Gratia se abordó el buque abandonado el misterio se hizo aun más patente. El bote de desembarco había desaparecido, y una brújula estaba aplastada, pero por lo demás todo parecía perfectamente normal. Normal para un barco que lleva un tiempo abandonado en el mar, claro está. Bajo cubierta, en los camarotes, todo se encontraba en orden: la ropa apilada en su sitio, los juguetes de la hija del capitán ordenados en su camarote, etc. En la cocina se podía ver claramente que se había estado preparando el desayuno, aunque por algún misterio solo se habían llegado a servir la mitad de los platos. En el Dei Gratia no podían explicarse lo ocurrido. Que faltara el bote podía llevar a pensar que la tripulación había abandonado el barco, pero ¿y el motivo?. No habían pasado por ninguna tormenta importante, la prueba estaba en que sobre la mesa del desayuno había botellas abiertas que no habían derramado su contenido. Tampoco había el más mínimo rastro de lucha, así que un motín también era muy improbable. Es más, en caso de motín, alguien con la experiencia del capitán Briggs hubiera podido notar los primeros síntomas de descontento en la tripulación mucho antes de que el motín estallara, y existiría alguna referencia en el cuaderno de bitácora. No había nada. Por otro lado, en el supuesto caso de motín, lo lógico es que la tripulación hubiera abandonado a los oficiales, incluida la familia del capitán, en el bote y que ellos hubieran continuado con el Mary Celeste hasta un puerto seguro. ¿Un abordaje, tal vez? De nuevo siguían si aparecer rastros de lucha, o saqueo. En la bodega se había acumulado una cierta cantidad de agua; ascendía a un metro ya, pero era una cantidad normal para un viejo barco con el casco de madera. Podría haber sido achicada con facilidad, en ningíun caso constituía un motivo para abandonar el barco. ¿Qué había pasado entonces?

Trabajosamente los tripulantes del Dei Gratia consiguieron llevar al Mary Celeste hasta Gibraltar, donde las autoridades se mostraron notablemente excépticas ante sus explicaciones. De hecho trabajo les costó librarse de las acusaciones de piratería. Todo resultaba tan confuso y misterioso, que los investigadores de Gibraltar tendían a pensar en algún tipo de artimaña por parte de la gente del Dei Gratia.

El misterio más grande, y que mayor desconcierto causó, fue como era posible que el Mary Celeste hubiera podido mantener el rumbo sin tripulación durante más de 10 días y casi mil kilómetros de singladura. Tal y como se encontraba el velamen era algo imposible, por fuerza alguien debió haber permanecido durante algunos días tras la última anotación en el cuaderno de bitácora. ¿Pero quién? y sobre todo: ¿Dónde estaba?. El bote desaparecido jamás fue hallado.

Numerosas explicaciones fueron propuestas a lo largo de los años, ninguna totalmente convincente. Quizá una de las más curiosas fue la ofrecida por un anciano llamado Abel Fosdyk, que próximo a la muerte entregó un manuscrito en el que revelaba que, a pesar de no haber sido inscrito en la lista de pasajeros, era una de las personas que viajaba en el Mary Celeste en aquel infortunado viaje de noviembre de 1872. En el manuscrito afirmó como el capitán Briggs encontró a su hija jugando cerca del bauprés, la verga que sobresale en la proa de los veleros. Para evitar riesgos ordenó al carpintero que construyera una plataforma segura para que la niña no tuviera un accidente. Esta plataforma explicaría las profundas muescas observadas en el casco de madera, justo bajo el bauprés, en la proa. El caso es que, siempre según Fosdyk,  en un día de especial calma, el capitán sostuvo una acalorada discusión sobre la capacidad para nadar con la ropa puesta, y para demostrar su tesis se lanzó al agua de forma temeraria. Todos los tripulantes y pasajeros corrieron a la plataforma para ver mejor la hazaña, y ésta cedió bajo el peso lanzándolos al agua. Los tiburones y el mar acabaron por dar cuenta de todos, excepto de Fosdyk que pudo mantenerse aferrado a los restos de la plataforma sobre los que quedó a la deriva hasta alcanzar las costas de África. Se trata de un relato muy sorprendente pero que en su tiempo fue rechazado por poco creible, es más aun hoy se nos hace difícil de aceptar.

Todavía nadie ha podido responder satisfactoriamente a la pregunta ¿Qué sucedió con el Mary Celeste?